miércoles, 16 de noviembre de 2011

Pentecostés, el comienzo de un avivamiento


 Rev. José Arturo Soto Benavides
 “Pero, cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir”, Juan 16:13.

 Dios siempre actúa siguiendo los patrones que Él establece, y nunca bajará sino que mantendrá en alto los principios que nos ha dejado expuestos en Su Palabra. Hoy más que nunca, es menester que haya un movimiento profundo del Espíritu de Dios en medio de Su Pueblo.

 El mundo está intentando envolver a la Iglesia, y debe haber en el corazón de cada creyente un conocimiento sólido de lo que es vivir una vida en Cristo. Estamos viviendo en los últimos minutos del día de la gracia, y el pueblo del Señor necesita poner en orden muchas cosas, a fin de estar preparado a encontrarse con Su Salvador en las nubes.

 La Iglesia de Éfeso era una Iglesia muy cercana al corazón del apóstol Pablo. Este último ganó algunos discípulos de las sinagogas, y más adelante Apolos siguió con el trabajo de edificar aquella Iglesia naciente. Sin embargo, cuando Pablo regresó a esta ciudad para visitar a los hermanos, se dio cuenta de que a pesar de haber recibido la Palabra, les faltaba algo más.

 Por lo tanto, les hizo una pregunta: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis? Y ellos le dijeron: Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” (Hechos 19:2). “Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas, y profetizaban”(Hechos 19:6) Tras este acontecimiento, vino sobre Éfeso un auténtico avivamiento que revolucionó la ciudad (Hechos 19:8-20).

 La ciudad de Éfeso era tan comercial como religiosa, ya en ella se encontraba el majestuoso templo de la diosa Diana –una de las siete maravillas del mundo antiguo. El avivamiento del Espíritu Santo, sin embargo, rompió el espíritu de idolatría que se había apoderado de los efesios; hasta tal punto, que los comerciantes se alteraron ante la perspectiva de perder su negocio lucrativo de templecillos de Diana.

Por este motivo Demetrio, un platero, se reunió con los demás artesanos del mismo oficio, y vinieron a formar un estruendoso alboroto que conmocionó la ciudad durante más de dos horas (Hechos 19:23-41). Las puertas del infierno no pueden prevalecer contra la Iglesia y tampoco pudieron prevalecer contra la Iglesia de Éfeso.

 En el corazón de Pablo había una carga muy especial por aquella amada congregación; y por eso le dedica una de sus más hermosas epístolas, llena de verdades cristianas muy profundas. Una de las preocupaciones principales que delata su carta radicaba en que la Iglesia se mantuviera firme en los fundamentos que habían permitido levantarla. Pablo deseaba que las columnas que sostenían el edificio espiritual de Dios nunca fueran socavadas, sino fortalecidas. De esta forma, la iglesia se mantendrá en pie.

Quizá alguno de nuestros lectores se estará diciendo: ¿Otra vez el mismo mensaje? ¿Van a repetirnos lo de siempre? Mas esta actitud negativa denota un estado espiritual debilitado, tanto para el individuo como para la Iglesia que la mantiene.

En este mensaje quiero hacer énfasis sobre la necesidad imperante de que el Espíritu de Dios se mueva con libertad en nuestras congregaciones, pues Él: 1) nos revela a Cristo; 2) infunde en nosotros una fe triunfante; 3) es una fuente de fe y de esperanza para el creyente.

1. EL ESPÍRITU SANTO, FUENTE DE REVELACIÓN

 La epístola a los Efesios repite varias veces la expresión “en los lugares celestiales” (Efesios 1:3,20; 2:6; 3:10). De esta manera, Pablo quería poner de relieve lo importante de poner la mirada en los cielos en vez de tenerla puesta en la tierra.

 La victoria de la Iglesia no se evalúa en función de las multitudes que atrae, del trabajo social que realiza, de la buena influencia que pueda ejercer en el mundo corrupto, ni de la sabiduría de la que se jactan ciertos ministros con muchos diplomas, etc. Estas iglesias tienen  la mirada puesta en la tierra, y trabajan para la tierra en vez del Reino de los Cielos.

También la carta a los Efesios contiene dos oraciones de Pablo (Efesios 1:16-23; 3:14-21). En ambas el apóstol pide a Dios que el Espíritu Santo le revele todas las verdades celestiales a Su Pueblo. En efecto, por mucho que uno se esfuerce por sí solo en estudiar y comprender estas verdades, estamos incapacitados para entenderlas en su plenitud y magnitud –a menos que el Espíritu de Dios nos la haga comprensibles.

 El mismo Señor Jesucristo expresó esta realidad: “Cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-15).

Esta declaración no podía ser más clara. Cuando cerramos la puerta de nuestro corazón al Espíritu Santo, estamos descartando la posibilidad de conocer más profundamente a Cristo. Tampoco seremos capaces de sentir el gozo y la seguridad de la salvación; porque el Espíritu de Dios no entra en acción, si mantenemos una actitud incorrecta o negativa en su contra.

 2. EL ESPÍRITU SANTO, FUENTE DE FE TRIUNFANTE

 La actitud del creyente ante el Espíritu Santo determina qué tipo de fe se mueve en él: la fe decadente o la fe triunfante. La primera es peligrosa ya que nos lleva al fatalismo espiritual. El mal testimonio es fruto de esta fe decadente o enferma, como lo escribió Pablo a Tito: “Porque hay aún muchos contumaces, habladores de vanidades y engañadores, mayormente los de la circuncisión, a los cuales es preciso tapar la boca; que trastornan casas enteras, enseñando por ganancia deshonesta lo que no conviene. Uno de ellos, su propio profeta, dijo: Los cretenses siempre mentirosos, malas bestias, glotones, ociosos. Este testimonio es verdadero; por tanto, repréndelos duramente, para que sean sanos en la fe, no atendiendo a fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se aparten de la verdad” (Tito 1:10-14).

El amor al mundo enferma la fe y la destruye paulatinamente. Cuando la fe no está sana, uno empieza a escuchar fábulas, cuentos y doctrinas mundanales que nos apartan de la fe verdadera y triunfante. El amor al dinero también es un virus que ataca la fe y la debilita. En efecto, en el momento en que depositamos nuestra fe en el dinero, apartamos la vista del Dios que nos lo provee.

 La fe decadente puede llevarnos a negar la fe verdadera. La persona que niega la fe verdadera es un apóstata, y no es salva (aunque permanezca sentada en las bancas de las iglesias o esté parada en los púlpitos predicando). Estos individuos atribuyen la Obra de Dios al diablo y se tornan en resistidores a la verdad: “Éstos resisten a la verdad; hombre corruptos de entendimiento, réprobos en cuanto a la fe. Mas no irán más adelante; porque su insensatez será manifiesta a todos…”(2 Timoteo 3:8-9). Estos cambios no se dan de la noche a la mañana, sino que se demoran meses e incluso años en manifestarse.

3. EL ESPÍRITU SANTO, FUENTE DE PODER Y ESPERANZA

En el libro de Apocalipsis, el apóstol Juan se dirige a la Iglesia de Éfeso, exhortándola de parte del Señor Jesucristo con estas palabras: “Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia; y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos; y has sufrido y has tenido paciencia, y has trabajado arduamente por amor de mi nombre, y no has desmayado. Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor. Recuerda por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras; pues si no, vendré pronto a ti, y quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido.” (Apocalipsis 2:2-5).

La Iglesia de Éfeso había sido sufrida; trabajadora, paciente ante la prueba; celosa de Dios y de su Palabra, valiente y tenaz. Sin embargo, Dios la acusó de haber abandonado su primer amor, y le advierte de arrepentirse para no ser eliminada. Aquella congregación no obedeció al mandato de arrepentimiento y por ende desapareció cuando la ciudad de Éfeso fue destruida, que este ejemplo nos sirva de experiencia.
Antes de ascender al Padre, Cristo ordenó a sus discípulos que predicaran el Evangelio por todo el mundo, pero que primero permanecieran en Jerusalén hasta ser revestidos de poder de lo alto (Hechos 1:4-9).
 Según los planes de Dios, es imposible hacer su obra y ejecutar sus propósitos si no se mueve libremente en la Iglesia el Espíritu Santo de Dios con su ministerio de poder, guianza y saturación. La Iglesia no puede subsistir sin tres cosas: 1) la Palabra; 2) el Espíritu; y 3) el servicio.

La iglesia de Éfeso servía a Dios con efusividad, pero había olvidado el motor de la obra de Dios y de la Iglesia. Sin el Espíritu, la Iglesia cae y Dios la quita del medio.

El Espíritu Santo nos revela a Jesucristo como Salvador, y nos convence de pecados y de juicio. Sin Él, nunca podríamos llegar a los pies de Cristo. Una vez dado este primer paso de fe, el Espíritu Santo nos edifica y nos da a conocer las verdades o los misterios de Dios. Por medio de Él, llevamos una vida de fe triunfante que nos permite acabar nuestra carrera con gozo (2 Timoteo 4:7-8).

Amados lectores, el Espíritu Santo va más allá de hablar en lenguas y de hacer milagros. La Tercera Persona de la Trinidad quiere formarnos según la estatura de la plenitud de Cristo, y poner en nosotros el mismo sentir que hubo en Jesús.

También el Espíritu de Dios infunde y renueva en nosotros de forma constante la esperanza de la resurrección. Pablo oraba para que: “El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos” (Efesios 1:17-18).

Sin esta esperanza, nuestra fe es vana. Cuando la vida de los creyentes empieza a ser atraída por el mundo, es porque están apartando su mirada de la herencia celestial para intentar cambiar nuestro mundo en algo mejor. ¿De qué nos sirve, pues, ser grandes o influyentes en esta tierra, si somos peregrinos en ella?

El diablo no puede engañar al que sabe en quién ha creído. Uno puede perderlo todo y padecer los peores males, pero siempre levantará la mirada hacia el cielo, hacia la esperanza de gloria con la certidumbre de que nuestro Redentor vive.

Nosotros valemos mucho ante los ojos de Dios. Por eso el apóstol rogaba a Dios que: “Habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:17-18).

Dios se goza cuando nos ve resistir a las asechanzas del enemigo. Él no se impresiona con los logros de los hombres en este mundo, sino de vernos apagar los dardos de fuego de Satanás con el escudo de la fe.

Por último, el apóstol quería que conociéramos la clase de poder que tenemos a nuestra disposición: “(Para que sepáis) cuál (es) la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajos sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia” (Efesios 1:19-22).

El poder que el Espíritu Santo nos ha dado es aquel que levantó a Cristo de los muertos (Romanos 8:11). La victoria de nuestro Redentor fue completa, y asimismo tiene que ser la nuestra. Este poder nos garantiza el triunfo sobre nuestros enemigos, sobre la muerte, y nos hace coherederos con Cristo.

Dios les bendiga y los lleve de victoria en victoria, de triunfo en triunfo, y de poder en poder. Amén.

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