Recordemos a Brainerd que derramaba su alma ante Dios, en medio de los bosques de América pidiendo por los gentiles que perecían, sin cuya salvación nada podía hacerle feliz. La oración de fe, secreta y ferviente, es la raíz de la piedad personal.
Un conocimiento suficiente del idioma donde el misionero vive, un
carácter suave y agradable, un corazón entregado a Dios en íntima
comunión, son cualidades cuya adquisición, más que el saber u otras
habilidades nos capacitarán para ser instrumentos en las manos de Dios,
en la gran obra de la redención humana.
Hermandad de Carey, Serampore (India)
Hay dos tendenciasextremas en el ministerio. Una consiste en apartarse
de los hombres. El ermitaño y el monje se alejan de sus semejantes para
consagrarse a Dios. Por supuesto que han fracasado.
Nuestra comunión con Dios solamente es de provecho si derramamos sus
bienes inapreciables sobre los hombres. En esta época ni el predicador
ni el pueblo se concentran mucho en Dios. Nuestras inclinaciones no se
enderezan en esa dirección. Nos encerramos en nuestros gabinetes, nos
hacemos eruditos, ratones de biblioteca, fabricantes de sermones, nos
encumbramos como literatos y pensadores; pero el pueblo y Dios, ¿Dónde
queda? Fuera del corazón y de la mente. Los predicadores que son grandes
estudiantes y pensadores deben ser todavía más grandes en la oración o
se convertirán en los más temibles apóstatas, en profesionales cínicos y
racionalistas, y en la estimación de Dios serán menos que los últimos
predicadores.
La otra tendencia es la de popularizar por completo el ministerio.
Entonces el predicador ya no es un hombre de Dios, sino un hombre de
negocios, entregado al pueblo. No ora, porque su misión es otra. Se
siente satisfecho si dirige al pueblo, si crea interés, una sensación en
favor de la religión y del trabajo de la Iglesia. Su relación personal
hacia Dios no es factor en su trabajo. La oración en poco o nada ocupa
un lugar en sus planes. El desastre y ruina de un ministerio semejante
no puede ser computado por la aritmética terrenal. Lo que el predicador
es en su oración a Dios, por sí mismo y por su pueblo, así es su poder
para hacer un bien real a los hombres, para servir eficientemente y
mantener su fidelidad hacia Dios y los hombres por el tiempo y la
eternidad.
Es imposible para el predicador estar en armonía con la naturaleza
divina de su alta vocación si no ora mucho. Es un gran error creer que
el predicador por la fuerza del deber y la fidelidad laboriosa al
trabajo y rutina del ministerio puede conservar su aptitud e idoneidad.
Aun la tarea de hacer sermones, incesante y exigente como un arte, como
un deber, como una ocupación o como un placer, por falta de oración a
Dios, endurecerá y enajenará el corazón. El naturalista pierde a Dios en
su naturaleza. El predicador puede perder a Dios en su sermón.
La oración renueva el corazón del predicador, lo mantiene en armonía
con Dios y en simpatía con el pueblo, eleva su ministerio por sobre el
aire frío de una profesión, hace provechosa la rutina y mueve todas las
ruedas con la facilidad y energía de una unción divina.
El gran predicador Spurgeon decía: “Por supuesto, el predicador tiene
que distinguirse entre todos como un hombre de oración. Tiene que orar
como cualquier cristiano, o será un hipócrita; ha de orar más que otro
cualquier cristiano, o estará incapacitado para la carrera que ha
escogido. Es de lamentar si como ministro no eres muy dado a la oración.
Si eres indiferente a la devoción sagrada no solo es de lamentar por
ti, sino por tu pueblo, y el día vendrá en que serás avergonzado y
confundido. Nuestras bibliotecas y estudios son nada en comparación de
lo que podemos obtener en las horas de retiro y meditación. Han sido
grandes días los que hemos pasado ayunando y orando en el Tabernáculo;
nunca las puertas del cielo han estado más abiertas, ni nuestros
corazones más cerca de la verdadera Gloria”.
La oración que caracteriza al ministro piadoso no es la que se pone en
pequeña cantidad, como la esencia que se usa para dar sabor agradable,
sino que la oración ha de estar en el cuerpo, formando la sangre y los
huesos. La oración en un rincón, no es el hecho confeccionado con los
fragmentos de tiempo que hemos arrebatado a los negocios y a otras
ocupaciones de la vida; sino que exige de nosotros lo mejor de nuestro
tiempo y de nuestra fuerza. Este tiempo precioso no ha de ser devorado
por el estudio o por las actividades de los deberes ministeriales; sino
ha de ser primero la oración; y luego los estudios y actividades, para
que éstos sean renovados y perfeccionados por aquella. La oración que
tiene influencia en el ministerio debe afectar toda la vida. La oración
que transforma el carácter no es un rápido pasatiempo. Ha de penetrar
tan fuertemente en el corazón y en la vida como los ruegos y súplicas de
Cristo, “con gran clamor y lágrimas”; debe derramar el alma en un
supremo anhelo como Pablo; ha de tener el fuego y la fuerza de la
“oración eficaz” de Santiago; ha de ser de tal calidad que cuando se
presente ante Dios en el incensario de oro, efectúe grandes revoluciones
espirituales.
La oración no es un pequeño hábito que se nos ha inculcado cuando
andábamos cogidos al delantal de nuestra madre; ni tampoco el cuarto de
minuto que decentemente dedicamos para dar las gracias a la hora de la
comida, sino que es un trabajo serio para los años de más reflexión.
Debe ocupar más de nuestro tiempo y voluntad que las más hermosas
festividades. La oración que tiene tan grandes resultados en nuestra
predicación merece que se le consagre lo mejor. El carácter de nuestra
oración determinará el de nuestra predicación. Una predicación ligera
proviene de una oración de la misma naturaleza. La oración da a la
predicación fuerza, unción y determinación. En todo ministerio de
calidad, la oración ha tenido un lugar importante.
El predicador ha de ser preeminentemente un hombre de oración,
graduado en la escuela de la plegaria. Solo allí puede aprender su
corazón a predicar. Ningún conocimiento puede ocupar el lugar de la
oración. No puede suplirse su falta con el entusiasmo, la diligencia o
el estudio.
Hablar a los hombres de parte de Dios es una gran cosa, pero es más
aún hablar a Dios por los hombres. Nunca podrá el predicador transmitir
el mensaje de Dios si no ha aprendido a interceder por los hombres. Por
esto las palabras sin oración que dirija en el púlpito o fuera de él,
son palabras muertas.
Fuente:impactoevangelistico.net
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