viernes, 30 de diciembre de 2011

El puritanismo y la democracia moderna


El peso del puritanismo fue decisivo en el proceso constitucional de Estados Unidos, la primera democracia moderna como, efectivamente, fue reconocido por los contemporáneos del proceso.
El estadista inglés sir James Stephen, señaló que el calvinismo político se resumía en cuatro puntos: 1. La voluntad popular era una fuente legítima de poder de los gobernantes;  2. Ese poder podía ser delegado en representantes mediante un sistema electivo;  3. En el sistema eclesial clérigos y laicos debían disfrutar de una autoridad igual aunque coordinada y  4.  Entre la iglesia y el estado no debía existir ni alianza ni mutua dependencia. Sin duda, se trataba de principios que, actualmente, son de reconocimiento prácticamente general en occidente pero que en el siglo XVI distaban mucho de ser aceptables.

Durante el siglo XVII, los puritanos ingleses optaron fundamentalmente por dos vías. No pocos decidieron emigrar a Holanda -donde los calvinistas habían establecido un peculiar sistema de libertades que proporcionaba refugio a judíos y seguidores de diversas fes- o incluso a las colonias de América del Norte. De hecho, los famosos y citados Padres peregrinos del barco Mayflower no eran sino un grupo de puritanos. Por el contrario, los que permanecieron en Inglaterra formaron el núcleo esencial del partido parlamentario -en ocasiones hasta republicano- que fue a la guerra contra Carlos I, lo derrotó y, a través de diversos avatares, resultó esencial para la consolidación de un sistema representativo en Inglaterra.

La llegada de los puritanos a lo que después sería Estados Unidos fue un acontecimiento de enorme importancia.  Puritanos fueron entre otros John Endicott, primer gobernador de Massachusetts; John Winthrop, el segundo gobernador de la citada colonia; Thomas Hooker, fundador de Connecticut; John Davenport, fundador de New Haven; y Roger Williams, fundador de Rhode Island. Incluso un cuáquero como William Penn, fundador de Pennsylvania y de la ciudad de Filadelfia, tuvo influencia puritana ya que se había educado con maestros de esta corriente teológica. Desde luego, la influencia educativa fue esencial ya que no en vano Harvard -como posteriormente Yale y Princeton- fue fundada en 1636 por los puritanos.

Naturalmente, así lo vieron los contemporáneos. De hecho, el panorama resultaba tan obvio que en Inglaterra se denominó a la guerra de independencia de Estados Unidos “la rebelión presbiteriana” y el propio rey Jorge III afirmó: “atribuyo toda la culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos”. Por lo que se refiere al primer ministro inglés Horace Walpole, resumió los sucesos ante el parlamento afirmando que “la prima América se ha ido con un pretendiente presbiteriano”. No se equivocaban y, por citar un ejemplo significativo, cuando el general británico Cornwallis fue obligado a retirarse para, posteriormente, capitular en Yorktown, todos los coroneles del ejército americano salvo uno eran presbíteros de iglesias presbiterianas. Algo más de la mitad de los oficiales y soldados también pertenecían a esta corriente religiosa.

El influjo de los puritanos resultó especialmente decisivo en la redacción de la Constitución de Estados Unidos. Ciertamente, los cuatro principios del calvinismo político arriba señalados fueron esenciales a la hora de darle forma, pero a ellos se unió otro absolutamente esencial que, por sí solo, sirve para explicar el desarrollo tan diferente seguido por la democracia en el mundo anglosajón y en el resto de occidente. La Biblia enseña que el género humano es una especie profundamente afectada moralmente como consecuencia de la caída de Adán. Por supuesto, los seres humanos pueden hacer buenos actos y realizar acciones que muestran que, aunque empañadas, llevan en sí la imagen y semejanza de Dios. Sin embargo, la tendencia al mal es innegable y hay que guardarse de ella cuidadosamente. Por ello, el poder político debe dividirse para evitar que se concentre en unas manos y debe ser controlado. Esta visión pesimista -¿o simplemente realista?- de la naturaleza humana ya había llevado en el siglo XVI a los puritanos a concebir una forma de gobierno eclesial que, a diferencia del episcopalismo católico o anglicano, dividía el poder eclesial en varias instancias que se frenaban y contrapesaban entre sí evitando la corrupción.

Esa misma línea fue la seguida a finales del siglo XVIII para redactar la constitución americana.  De hecho, el primer texto independentista norteamericano no fue, como generalmente se piensa, la declaración de independencia redactada por Thomas Jefferson. Fue la Declaración de Mecklenburg, un texto suscrito por presbiterianos de origen escocés e irlandés, en Carolina del Norte el 20 de mayo de 1775.

La Declaración de Mecklenburg contenía todos los puntos que un año después desarrollaría Jefferson desde la soberanía nacional a la lucha contra la tiranía, pasando por el carácter electivo del poder político y la división de poderes. Por añadidura, fue aprobada por una asamblea de veintisiete diputados -todos ellos puritanos- de los que un tercio eran presbíteros de la iglesia presbiteriana incluyendo a su presidente y secretario.

El carácter puritano de la Constitución iba a tener una trascendencia innegable. Mientras que el optimismo antropológico de Rousseau derivaba en el terror de 1792 y, al fin y a la postre, en la dictadura napoleónica o el no menos optimismo socialista propugnaba un paraíso cuya antesala era la dictadura del proletariado, los puritanos habían trasladado desde sus iglesias a la totalidad de la nación un sistema de gobierno que podía basarse en conceptos desagradables para la autoestima humana pero que, traducidos a la práctica, resultaron de una eficacia y solidez incomparables.

Si a este aspecto sumamos, además, la práctica de algunas cualidades como el trabajo, el impulso empresarial, el énfasis en la educación o la fe en un destino futuro que se concibe como totalmente en manos de un Dios soberano, justo y bueno contaremos con muchas de las claves para explicar no sólo la evolución histórica de Estados Unidos sino también sus diferencias con los demás países del continente.

Por supuesto, los ciudadanos de las repúblicas situadas al sur del río Grande pueden seguir culpando a los Estados Unidos de todos sus males, pero semejante actitud resulta semejante a la del niño que no ha estudiado y arroja la responsabilidad de su holgazanería sobre el profesor que, supuestamente, le tiene manía.

Los padres fundadores de EEUU
Fue  George Washington, protestante convencido que dispuso que en su losa funeraria se reprodujera Juan 11, 25-6, el que afirmó que “la verdadera religión proporciona al gobierno su más seguro apoyo”. De manera comprensible, también prohibió la blasfemia en las filas del ejército americano; dedicó tiempo a la oración y se manifestó una y otra vez como un creyente que asistía regularmente a la iglesia.

Su caso no fue el único. Samuel Adams, uno de los principales provocadores del movimiento de independencia con sus The Rights of Colonists as Subjects (1772) no sólo vio con claridad que el poder tenía que estar dividido y separado a causa de la Caída sino que además indicó que los derechos de los americanos “pueden ser mejor entendidos leyendo y estudiando cuidadosamente las instituciones del Gran Legislador y la Cabeza de la Iglesia cristiana, que se encuentran claramente escritas y promulgadas en el Nuevo Testamento”.

Patrick Henry  afirmó categóricamente: “los hombres malos no pueden ser buenos ciudadanos. Es imposible que una nación de infieles o idólatras sea una nación de hombres libres” El mismo Thomas Jefferson insistió en señalar que su guía era Cristo aunque, subrayando al mismo tiempo, que no podía aceptar todo lo que decían los clérigos.

No puede extrañar que desde septiembre de 1774, el congreso abriera todas sus reuniones con oración y así se mantuviera hasta el final de su trabajo ni tampoco que la Declaración de independencia de los Estados Unidos mencionara a Dios cuatro veces para señalarle como fuente de los derechos de los ciudadanos y para solicitar su ayuda para mantener la rectitud de intenciones. Tampoco llama la atención que una de las primeras preocupaciones del congreso fuera que se imprimieran Biblias para los ciudadanos de la nueva nación, ni puede sorprender que James Madison, principal redactor del Bill of Rights introdujera el 31 de octubre de 1785 en la legislatura de Virginia una ley “para designar días de ayuno público y acción de gracias” y que la práctica haya permanecido hasta el día de hoy.

En las naciones protestantes donde surgió la democracia contemporánea, se consolidó, con sus limitaciones y matices, a diferencia de lo que sucedía en otras partes del mundo. De entrada, la visión de la democracia como división de poderes nunca encajó del todo en las naciones de tradición católica pervirtiendo así un elemento esencial para su existencia. Por añadidura, en no pocas ocasiones, la lucha por las libertades acabó reduciéndose a un enfrentamiento feroz entre un deseo de la iglesia católica de mantener privilegios frente al empuje de la masonería que la veía como a una rival peligrosa, pero que tampoco aspiraba a la democracia sino a un gobierno en la sombra con ropajes democráticos.

El resultado de ese trasfondo fue lo mismo el Terror de la Revolución francesa que desembocó en la dictadura de Napoleón que el proceso independentista de Hispanoamérica dirigido por una Logia masónica a la que pertenecieron Bolívar o San Martín entre otros y en cuyas constituciones se indicaba taxativamente que no habría democracia tras la desaparición del poder colonial español sino un gobierno en la sombra sostenido, entre otras circunstancias, por un control de los medios de comunicación.

Ciertamente, la iglesia católica se sumó tras la Segunda Guerra Mundial a la causa de la democracia en no pocos países pero el efecto de su visión durante siglos persiste en naciones que han sido incapaces de crear democracias consolidadas y que, por añadidura, al retroceder el sentimiento religioso se volvieron y se vuelven hacia modelos socialistas simplemente porque el socialismo es, en no escasa medida, una reproducción -sin Dios, eso sí- del esquema psicológico de la iglesia católica.

Precisamente por ello, no es casualidad que los países de la Unión Europea sean naciones católicas (con la excepción de la ortodoxa Grecia) o que las democracias del sur de Europa o las situadas al sur del río Grande resulten de tan escasa calidad. En ellas, el concepto de división de poderes ha quedado desdibujado; los políticos no responden ante sus electores sino ante la jerarquía de sus partidos igual que los párrocos respondían no ante los fieles sino ante sus obispos; la ley no es respetada porque se cree en una legitimidad superior, algo que tiene también sus antecedentes canónicos y, por añadidura, existe una clara preferencia por visiones políticas cerradas, sectarias y reductibles.

Por supuesto, resulta obvio que se puede buscar la culpa de los destinos aciagos de naciones como España o México o Argentina a razones exteriores, pero no cabe engañarse: el pecado está en nosotros mismos y en nuestros pueblos y mientras no se produzca un reconocimiento de culpa, una petición de perdón y un cambio de rumbo siempre fracasaremos por más que, efímeramente, pueda parecer que salimos de ciertas desgracias seculares. A fin de cuentas, no son las instituciones las que forman a las naciones sino los pueblos los que dan forma a su futuro.

No puede sorprender que partiendo de esa cosmovisión, haya millones de personas que siempre han sentido un aborrecimiento visceral por los Estados Unidos. A fin de cuentas, mientras al sur del río Grande –o de los Pirineos- los caudillos se sucedían defendiendo a la iglesia católica o a las logias masónicas y se dilapidaba el caudal nacional en mecanismos de corrupción indecible. Al norte, los políticos eran responsables ante sus electores; el espíritu liberal impulsaba el desarrollo económico de la nación –una nación que a mediados del s. XIX estaba situada detrás de Argentina o Chile- y no se produjo jamás una dictadura ni siquiera cuando la nación se vio desgarrada por una terrible guerra civil.

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